El Aplauso Ausente por Sobrevivir a Ser Adultos Funcionales
No hubo aplausos. Ni una banda de jazz esperándome en la puerta. Ni siquiera una mirada de respeto de la señora de la fila. Solo un funcionario entregándome el DNI con la misma emoción con la que se entrega un ticket de supermercado.
Ahí estaba yo. El documento recién impreso en la mano. Después de dos años de trámites, idas y vueltas, requisitos imposibles y madrugadas pidiendo turnos como si fueran entradas para Taylor Swift. La última pieza antes de poder pedir el pasaporte Italiano. Debería haber sentido alivio. En cambio, solo pensé: ¿Y ahora qué?
Nadie me felicitó. Nadie me dio un trofeo por sobrevivir a otro trámite burocrático. Por pagar cuentas a tiempo, hacer mi trabajo, responder mensajes, regar las plantas, acordarme de comprar aceite de oliva antes de que se terminara. Por ser un adulto funcional.
Me di cuenta de algo: yo también era la responsable de comprar el premio. Era el niño y Papá Noel, todo al mismo tiempo.
¿En qué momento pasó esto?
Cuando era más chica, pensaba que la adultez era otra cosa. No sabía exactamente qué, pero seguro no era esto. Seguro no era sostener la compostura en una oficina pública después de tres semanas de trabajo intenso, reuniones sociales, deadlines y todavía encontrar tiempo para ver a mis amigas sin parecer un maniquí.
Tampoco pensé que a los 30 estaría así. Porque nos vendieron la idea de que, a esta edad, las mujeres nos volvíamos invisibles. Que debíamos correr desesperadas porque el vencimiento del paquete lo llevábamos tatuado en la espalda, junto con un código de barras que indicaba "casarse y tener hijos antes de los 30". Como si a los 30 el reloj biológico del carisma y la seducción se pusiera en pausa. Y, contrario a lo que me imaginaba, aquí estoy. Como una Miranda Priestley en su mejor momento. Caminando por la oficina de mi vida. Controlando mis tiempos. Manejando mis trámites como una experta, poniendo límites donde antes había solo caos y, claro, encargándome mi pasta favorita a domicilio, porque ¿quién me va a decir que no?
No sé en qué momento cambié los juguetes por un monitor, las siestas en el pasto por reuniones de Zoom, las rodillas raspadas por cremas anti-age. Pero tampoco sé en qué momento me di cuenta de que esto no estaba tan mal.
Vivo con mi novio en lo que se siente como un pijama party continuo. Decoro mi casa como quiero. Hago lo que quiero, cuando quiero. Y sobre todo, ya no tengo que pedir permiso a nadie. El único obstáculo soy yo y como quiero distribuir lo que genero de ingreso con mi trabajo.
Cuando era más joven tenía sueños, sí, pero no tenía herramientas. Ahora, tengo ambas cosas. Y aunque no sea millonaria ni conduzca un Rolls-Royce, tengo algo todavía mejor: la libertad de slowly taking care of myself.
Ya sé lo que me gusta. Aprendí lo que no quiero. En donde antes me impresionaban de manera fácil, hoy leo la letra chica y aprendí a leer más alla de las apariencias. No necesito estar en todos lados, decir que sí a todo, encajar en ninguna parte. Por primera vez en la vida, tengo control sobre mi tiempo y sobre quién o qué dejo entrar en él.
Salí del edificio con el DNI en la mano y una sensación rara, como si hubiera superado un nivel de un videojuego sin saber cuál era el premio. Caminé sin rumbo hasta que vi una heladería.
Me quedé un rato en la vidriera. Mirando los sabores que vibraban en caprichos coloridos. Sin pensarlo demasiado, entré y pedí un cono. Pistacho y chocolate blanco, dos gustos adquiridos con el tiempo. Con el cucurucho en mamo, me senté en la vereda. Lo comí lento, dejando la mente en blanco. Disfrutando. Haciendome el regalo de no pensar en nada, de solo disfrutar y estar presente. Sintiendo el frío cremoso en los labios, como el cucurucho crujía debajo del mordisco. Miré la foto del Dni. Sonreí. No debe haber una persona que salga bien realmente en el documento. La luz directo en las ojeras. El pelo que tanto me había acomodado para intentar que saliera bien, despeinado. Sonreí como no lo hacía en el DNI, no me dejaron. Daba igual. Otro regalo de esta etapa, es que no me importan tanto las cosas como antes lo hacían. Guardé el DNI, mientras terminaba lo que quedaba del cucurucho. Me relamí satisfecha mirando sin miedo mi fecha de nacimiento. Tomé ese momento como palmadita personal por haber superado un día más ser una mujer adulta funcional de casi 30.
A veces tener casi 30 se siente como ser la Amanda Priestly dirigiendo mi propia vida, o mi pequeño angelito olvidado en Navidad, comiendo pizza en una limusina. Todo al mismo tiempo. Todo igual de ridículo. Todo igual de placentero.